El primer encuentro

Jorge entró a la habitación, dejó su maleta junto a la puerta, se quedó varios minutos mirando la nada y luego se sentó sobre la cama King para comprobar la comodidad del colchón, aunque sabía que tal vez no la usaría esa noche; los rituales de la vida cotidiana no se pueden reprimir, aún cuando se está al borde de la muerte.

Estaba anocheciendo, los colores ocre y naranja se deslizaban por entre las cortinas a medio cerrar; Jorge pensó que era molesto ese color, le repugnaba esa hora del día, no recordaba cuándo había empezado ese odio profundo por los atardeceres, pero le recordaban las horas muertas en su oficina antes de volver a casa. Se quedó mirando un rato por el espacio que permitía la ventana, se podía ver parte de la bahía y un pequeño trozo de la carretera. Los autos afuera circulaban como de costumbre para un sábado en la tarde; poco flujo hacía el centro y bastante en dirección a los suburbios y la playa. Era un día cualquiera en la ciudad, pero no para el hombre sentado sobre la vieja cama de la habitación 404 del motel frente a la bahía.

El teléfono de la habitación sonó, Jorge se demoró en reaccionar, pero alcanzó a contestar antes de que la recepcionista le cortara. Al otro lado de la línea, la voz de una mujer de edad avanzada le daba una cordial bienvenida y le avisaba que el servicio a la habitación sólo atendería hasta las 12 de la noche y que su check out debía ser hasta las 12 pm del día siguiente, Jorge pensó que esa información era innecesaria, pero dio las gracias y cortó. Se quedó mirando el teléfono y pensó que quizá sería bueno llamar a su amigo Frank, para despedirse, o simplemente para escuchar su voz por última vez, la idea rondó su cabeza algunos minutos, pero no quiso hacerlo; llamar a Frank era un nexo con la realidad, con las esperanzas, con la vida en general, no quería tener todos esos recuerdos flotando libremente justamente ese día.

Jorge se tumbó sobre la cama boca arriba, acomodó sus manos sobre el abdomen y se quedó mirando el techo. No tenía sueño, pero aun así quería descansar su espalda. Había sido un largo recorrido desde su casa a 4 horas de ese lugar. Necesitaba esa serenidad y la lejanía con todo aquello que lo retuviera, o lo hiciera pensar en cambiar de decisión. Lo había pensado mucho tiempo, quizá desde que tenía memoria, no estaba seguro si alguna vez había sido feliz; a sus 54 años, todavía no comprendía el significado de esa palabra. Tumbado en la cama, intentó recordar algún momento de su infancia en el que hubiese sentido un atisbo de alegría, pero esos recuerdos no llegaban, sólo podía pensar en la habitación vacía y el calor que lo invadía todo. Desde el techo, un ventilador giraba torpemente mientras sus pensamientos se deslizaban lentamente hacía la nada; siempre esa misma sensación de vacío y cansancio, era imposible para él sentirse de otra manera.

Cuando la habitación se oscureció completamente, miró la hora en su reloj de muñeca, eran las 8:16, habían pasado unas 2 horas desde que había llegado al hotel. Cerró los ojos unos segundos y respiró profundo, se incorporó hasta quedar sentado al borde de la cama, fijó los ojos en la alfombra descolorida que tapizaba la habitación y pensó que ya era hora, dilatar más el momento sólo lo haría sentir peor. Se acercó a la puerta y extrajo algo de su maleta, después metió la mano en el bolsillo trasero de su pantalón de vestir y  sacó su billetera, dentro guardaba el único objeto que quería tener consigo en ese momento; la foto de Rita, su mujer, había sacado la instantánea meses después de casarse, unos 30 años atrás; se veía hermosa y vivaz montada sobre una yegua blanca, su cabello castaño y largo revoloteaba libremente, y su sonrisa, su preciosa sonrisa, enorme y pícara, eso era todo lo que necesitaba para irse en paz. Se paró de la cama y miró a su alrededor, la puerta del baño estaba dos pasos delante de él, los caminó sin prisa, tomó la perilla color oro y la giró; estaba fría, esa sensación en la palma de su mano lo desconcertó por un segundo, fijó la mirada en ese punto de la habitación, aún cuando la visibilidad era tenue. En una esquina de la pared tanteó el interruptor de la luz del baño, una luz blanca y fría inundó repentinamente todo. El baño era pequeño, pero estaba limpio; olía a lavanda y desinfectante, estaba bien.  Cerró la puerta tras de si y no volvió a salir.  

La habitación 404 recibió los primeros rayos de sol por un pequeño espacio entre las cortinas que daban a la bahía. Afuera de la habitación podía escucharse el ajetreo de gente llegando, probablemente por las vacaciones, pero dentro, el silencio era total. La cama permanecía ordenada y la maleta aún junto a la puerta. La única luz encendida era la del baño, pero nadie hacía ruido. Las horas pasaron y cerca de la una de la tarde el teléfono en la habitación comenzó a sonar; el ring ring se escuchó unas 15 veces y se cortó. A los 30 minutos volvió a sonar, pero nada, no había respuesta. Cinco minutos después del último llamado alguien llamó a la puerta, pero nada. Becky, la recepcionista, llamó más fuerte un par de veces, sin escuchar respuesta desde adentro; decidió usar su llave maestra para ingresar a la habitación y ver lo que estaba sucediendo. A simple vista, todo estaba en orden; preguntó si había alguien, sólo por costumbre, notó que la luz del baño estaba encendida e intentó abrir la puerta, pero algo desde el otro lado lo impedía, empujó más fuerte y al fin pudo introducir su cabeza, pero sólo por un par de segundos; lo siguiente que se escuchó fue un grito estridente que recorrió todo el motel, finalmente…un silencio fúnebre.