Cuerpos que sangran, cuerpos que gritan

Esta parte de mi diario es un desahogo personal sobre la verdad que el cuerpo representa. Porque el cuerpo no es sólo biología. El complejo entramado de sistemas que nos mantiene vivos y funcionales, tanto física como mentalmente, está muy lejos de los rincones a los que hoy quiero dirigirme. Hasta mi propio cuerpo está en duda; ha sido vejado, lastimado, cosificado, ultrajado y denostado.

Mi dolor en este momento tiene un nombre claro: valgo, o me hacen creer que valgo, solo en la medida en que mi cuerpo es deseable. Me he convertido en mártir de mis propias expectativas, que no nacieron de la nada, sino que fueron sembradas desde afuera, desde temprano. Me he castigado por no encarnar la figura que se espera de una mujer que quiere ser amada, vista, elegida.

Estoy atrapada en un callejón sin salida. Porque la mente, mi mente, lo que pienso, lo que siento, no es lo primero que el otro percibe. La mirada se posa en la carne. El tacto busca formas. El deseo se activa por lo visible, lo moldeable. La mente se vuelve entonces un lujo, algo que se considera después, si es que alguna vez se considera. Es como si el pensamiento fuera un adorno inútil en el territorio del goce.

Y así, me enfrento con violencia a la forma que le he dado a mi cuerpo. A veces no puedo mirarme al espejo. Hay momentos en los que no soporto la visión de mi figura, como si me observara desde afuera, como si yo misma fuera una espectadora crítica de este cuerpo que no logra cumplir. Y solo en raras ocasiones, muy breves, siento que, bajo esta estructura de piel, grasa, carne y hueso, hay algo más. Un ser que no tiene forma, que no se puede fotografiar ni clasificar. Ese ser que nadie conocerá. Y entonces me invade una soledad infinita.
Estoy sola frente a un cuerpo que envejece, que se desgasta, que ya no será joven, que jamás será escogido por su belleza. Al menos no por la mayoría. Quizás solo por algunos, esos que fetichizan lo que no encaja. Pero eso no es reconocimiento, ni es amor. Es otra forma de cosificación.

¿Existe alguien que pueda elegir a la persona más allá del cuerpo? Sí, los hay. Los he visto. En gestos discretos, en vínculos que no responden a la lógica del mercado sexual. Pero eso se llama amor. Y el amor, en esta sociedad, es una anomalía. No pertenece al terreno del placer inmediato ni a la gratificación estética. El amor es un asunto de personas que han desarrollado otras capacidades. El problema es que nos educaron para desear, no para amar. Para seducir, no para conocer. Para ser vistas, no para ser comprendidas.

Tal vez nunca entendí lo que es amar. Tal vez nunca me enseñaron. O peor: me enseñaron mal. Aprendí a construir ficciones románticas, a reconocer como amor lo que era necesidad, carencia, sometimiento.
Y ahora me doy cuenta de que la verdad no estaba ahí. No en las películas, ni en los estereotipos. La verdad estaba escondida en los poemas que no buscan adornar, en las canciones que no seducen, sino que nombran la fragilidad. En esas caricias que no reclaman acceso ni conquistan, sino que acompañan.
Caricias que no están al servicio del placer, sino del reconocimiento. Que no buscan usar un cuerpo, sino recordarle que es humano.

Para dejar de sentirme un objeto, tengo que permitir que esa caricia exista. No cualquier caricia, no una que venga disfrazada de ternura para obtener algo a cambio. Sino una que simplemente esté. Que se pose sin intención de transformar, poseer o consumir.
Pero incluso eso nos cuesta. Porque nos educaron en la idea de que el cuerpo tiene un solo fin: gustar. Ser útil. Ser deseable. Ser consumido.
Nos engañaron durante años. Incluso de adultas seguimos intentando cumplir con un estándar que ni siquiera fue creado para nosotras. Se nos olvidó, o nunca nos permitieron saber, que el cuerpo también puede ser un espacio de experiencia, no solo de exhibición. Que habitarlo es un acto político, un gesto de resistencia.

¿Cuántas de nosotras llegamos tarde a esa comprensión? ¿Cuántas seguimos atrapadas en la contradicción entre el deseo de ser vistas y el deseo de ser libres?
El cuerpo no debería ser una condena. Pero en este mundo, ser mujer y tener un cuerpo que no encaja es, todavía, una forma de exilio.

Entonces, el cuerpo, aquello distinto a la mente, según la separación cartesiana, se nos presenta no sólo como materia, sino como superficie simbólica. Sin embargo, lejos de ser mero soporte biológico, el cuerpo será, nuestro instrumento cultural, social, político, filosófico, sexual e incluso escatológico.